3 de julio de 2012

Valle Ricordo

Valle Ricordo era una aldea pequeña escondida entre montañas. Su aislamiento prácticamente total, hacía de este bello pueblo un lugar maravilloso para desconectar de esta sociedad trepidante y desenfrenada que apenas nos da un respiro de tranquilidad. Sólo un serpenteante caminito que se escondía a los pies de las montañas, era la única vía de acceso a Valle Ricordo. Hay gente que dice que este pueblecito ni tan siquiera viene mencionado en los mapas… Y que hasta el satélite provisto de la tecnología más compleja, le cuesta trabajo encontrarlo en las espesura del verdor que cubre su muralla montañosa. Nadie en el pueblo, ni los más ancianos, recordaban quién fue su fundador. Por el nombre pensaban que debió ser algún italiano aventurero, que al encontrarse con este terreno sintió nostalgia por algún rincón que hubiera visitado, y con el cual Valle Ricordo compartía un gran parecido. Pero lo que era incapaz de ser olvidado entre esas paredes montañosas, eran las curiosas historias de amor que vivieron tres muchachos: Rodrigo, Hernán y Manuel. Pese a vivir en el mismo pueblo apenas se conocían. Como mucho compartían un “hola” o un “adiós” si se cruzaban por la calle. Pero sin saberlo, llegaron a compartir el mismo sentimiento…

Rodrigo conoció el amor en el humilde instituto del pueblo. Ese amor tenía nombre, y se llamaba Aurora. Desde el primer día que la vio, quedó prendado de sus ojos, de su boca, de su sonrisa, de sus manos… de ella… Inexplicablemente, pasó mucho tiempo hasta el día en el que por primera vez se conocieron sus labios. Pero desde ese momento, Rodrigo se armó de valor y no descansó en su encarnecida lucha hasta que conquistó los últimos latidos de Aurora. Pasaron mucho tiempo juntos, hablando, tocándose… Siendo la misma persona, pero en dos cuerpos diferentes… Desgraciadamente, todo este abanico de sensaciones no fue eterno… Y un buen día comenzaron a distanciarse… Desde ese momento sus encuentros fueron menguando, hasta el punto que Rodrigo apenas compartía con ella lo que compartía con Hernán y Manuel, “hola” y “adiós”. Después de mucho tiempo comunicándose con estas dos palabras, algo se despertó en lo más profundo de Rodrigo… Esos dos bisílabos le eran insuficientes… Y sin haberlo planificado, se armó de ese valor olvidado y fue a visitarla a su casa. Aurora le abrió la puerta, y tras mantener la mirada en sus ojos, miró hacia el suelo, se giró y dejando la puerta abierta entró hacia el interior de la casa. Rodrigo la siguió hasta el salón hasta que ambos se sentaron en la mesa. Él toqueteaba unos folletos que tenía frente a él. Fingía leerlos mientras la miraba constantemente de reojo. Ella simulaba bordar, mientras que cuando pasaba la aguja sostenía sus ojos el los de Rodrigo. Pasaron horas hasta que sin decir nada, Rodrigo se levantó y se fue. Combinando tristeza y alegría en su interior, Rodrigo sintió la fuerte punzada de la resignación, y cada día iba a sentarse frente a Aurora, en su salón, a hacer que leía folletos y observar como ella aparentaba bordar.

Hernán era un aventurero, un ser intrépido e inquieto. Compartía su casa, su tiempo, su vida, con su amada Claudia. Así pasaron los años, pero el corazón de Hernán seguía siendo tan alocado como cuando era un adolescente. Sin previo aviso, un día llenó el petate, se despidió de su amada y se fue. No pensó en ningún momento en el amor que sentía hacia Claudia, ni el daño que pudiera hacerla. Por su cabeza sólo rondaba la idea de ver mundo, de perderse y encontrarse hasta no saber dónde estaba. Su espíritu aventurero levantó una pantalla de humo frente al latir de su corazón. Hernán viajó por lugares remotos, por aire, por tierra y por mar, escaló las cumbres más altas y se dejó caer rodando hasta los valles más profundos, e incluso buceó a pleno pulmón hasta las fosas marinas más oscuras y tenebrosas. En poco tiempo había visitado más de medio mundo. Por desgracia, nunca se acordaba de escribir una triste carta a Claudia… Ni tan siquiera se molestaba en contestar las que ella le enviaba…
Un día mientras escalaba de rodillas el Everest por segunda vez, algo se le clavó en el corazón. Se puso la mano sobre el pecho, y frotándoselo se dio cuenta que lo que le dolía era el recuerdo olvidado de Claudia. Sin pensarlo dos veces, bajó rodando la montaña como muchas otras veces ya había hecho. Cogió tanta velocidad en la caída, que cuando se detuvo se encontraba en Polonia. Corrió a tanta velocidad hacia Valle Ricordo, que apenas tocaba el suelo con la punta de los pies. Cuando llegó frente a su casa, tiró el equipaje en la entrada y entro a toda prisa. “¡Claudia!”, decía, pero Claudia no contestaba. La buscó por todas partes, hasta debajo de las patas de las sillas. Pero Claudia se había ido… Sólo una nota cubierta por el polvo mostraba a Hernán las últimas palabras que leería de su querida Claudia…
“No puedo más… No puedo ni tan siquiera ver nuestras fotos… Las enterré en el cementerio. Adiós Hernán.”
Las lágrimas de Hernán emborronaron la nota en cuestión de segundos, y como enloquecido por el dolor, fue corriendo al cementerio, para ver por última vez el rostro del amor. Comenzó a cavar con las manos. Cavó en un lugar y en otro, bajo una lápida y bajo la verja. Cavó tanto, que perdió las huellas dactilares, y cuando quiso darse cuenta ya cavaba con los nudillos porque se había lijado los dedos hasta hacerlos desaparecer. Siguió sin cesar, inmune al dolor de sus heridas físicas. Ya sólo los codos y sus dientes le permitían seguir buscando entre la arena… A la mañana siguiente, unas ancianas fueron a rezar a sus maridos al cementerio, y se encontraron a Hernán boca arriba junto a un agujero, tullido, con los ojos abiertos, las lágrimas cristalizadas en sus mejillas y una foto de Claudia en el pecho.

Manuel era un muchacho inocente y tímido. Rara vez tomaba la iniciativa para iniciar una conversación, dar su opinión sobre algo y mucho menos manifestar sus sentimientos. Simplemente se limitaba a mirar hacia el suelo y de vez en cuando, regalar una mirada fugaz. Solía frecuentar la misma cafetería y su mismo café con hielo, hasta que un día vio allí a Remedios. Desde ese día, la frecuentó con más asiduidad, y cambió su café por una cerveza con la esperanza de que algún día, como si de una poción mágica se tratase, le diese el valor suficiente como para sostener sus ojos en los de ella más de dos segundos. Con el tiempo Remedios varió su horario de visitas a la cafetería. Esto hizo enloquecer a Manuel, que no se molestaba en moverse de la barra ni un solo segundo hasta que cerrasen al público. Con sus esperanzas casi extintas, vio entrar a Remedios por la puerta. Sus ojos se abrieron como platos, tanto que parecía que iban a salir disparados hacia la joven. Ese mismo día la siguió hasta su casa, escondiéndose torpemente tras las farolas y los árboles, subió tras ella las escaleras en la oscuridad de los rellanos, se guiaba por su perfume de pasión y por el sonido de sus pasos. De pronto, dejó de oír los pasos de la chica, y haciendo un esfuerzo semejante a un sabueso pretendió guiarse sólo por el olfato, pero todo el rellano olía a ella, al paraíso, al amor… “Así huele el amor”, se decía. En la confusa oscuridad y en ese océano de paz aromática, sus labios se encontraron con los de Remedios. Instantáneamente, Manuel abrió los ojos de manera sobrehumana, aunque no le sirvió en su deseo de bañarse en los azulados iris de su amada. El tímido beso se prolongó varios segundos, pero al llegar al minuto de duración, comenzó a perder su timidez. Sus lenguas se acariciaron en una cavidad sin salida, las manos de Manuel cayeron lentamente sobre la cintura de Remedios, y tras varias caricias y abrazos, comenzó a estorbarles la ropa…
En la oscuridad el cuerpo de Remedios temblaba junto al de Manuel, lograron sincronizar la respiración hasta el último gemido ahogado que exhaló Remedios. Como al principio, un tímido beso les sirvió de despedida.
Al día siguiente, Manuel logró colarse en el portal de Remedios y la esperó pacientemente en la oscuridad del rellano. Remedios nunca apareció. Siguió con la misma rutina día tras día, con la esperanza de perderse en ese abismo perfumado a una mezcla de jazmín y lavanda, con la esperanza de hacer vibrar con su pasión las paredes del rellano…
Ya han pasado muchos años, pero si alguien visita Valle Ricordo y alquila una habitación en el número dos de la Calle de la Esperanza, no se extrañe si ve sentado en las escaleras, a un viejecito consumido por la espera interminable de un amor que se disipó con el olor a jazmín y lavanda.