Rodrigo conoció el amor en el
humilde instituto del pueblo. Ese amor tenía nombre, y se llamaba Aurora. Desde
el primer día que la vio, quedó prendado de sus ojos, de su boca, de su
sonrisa, de sus manos… de ella… Inexplicablemente, pasó mucho tiempo hasta el
día en el que por primera vez se conocieron sus labios. Pero desde ese momento,
Rodrigo se armó de valor y no descansó en su encarnecida lucha hasta que
conquistó los últimos latidos de Aurora. Pasaron mucho tiempo juntos, hablando,
tocándose… Siendo la misma persona, pero en dos cuerpos diferentes…
Desgraciadamente, todo este abanico de sensaciones no fue eterno… Y un buen día
comenzaron a distanciarse… Desde ese momento sus encuentros fueron menguando,
hasta el punto que Rodrigo apenas compartía con ella lo que compartía con
Hernán y Manuel, “hola” y “adiós”. Después de mucho tiempo comunicándose con
estas dos palabras, algo se despertó en lo más profundo de Rodrigo… Esos dos
bisílabos le eran insuficientes… Y sin haberlo planificado, se armó de ese
valor olvidado y fue a visitarla a su casa. Aurora le abrió la puerta, y tras
mantener la mirada en sus ojos, miró hacia el suelo, se giró y dejando la
puerta abierta entró hacia el interior de la casa. Rodrigo la siguió hasta el
salón hasta que ambos se sentaron en la mesa. Él toqueteaba unos folletos que
tenía frente a él. Fingía leerlos mientras la miraba constantemente de reojo.
Ella simulaba bordar, mientras que cuando pasaba la aguja sostenía sus ojos el
los de Rodrigo. Pasaron horas hasta que sin decir nada, Rodrigo se levantó y se
fue. Combinando tristeza y alegría en su interior, Rodrigo sintió la fuerte
punzada de la resignación, y cada día iba a sentarse frente a Aurora, en su
salón, a hacer que leía folletos y observar como ella aparentaba bordar.
Hernán era un aventurero, un
ser intrépido e inquieto. Compartía su casa, su tiempo, su vida, con su amada
Claudia. Así pasaron los años, pero el corazón de Hernán seguía siendo tan
alocado como cuando era un adolescente. Sin previo aviso, un día llenó el
petate, se despidió de su amada y se fue. No pensó en ningún momento en el amor
que sentía hacia Claudia, ni el daño que pudiera hacerla. Por su cabeza sólo
rondaba la idea de ver mundo, de perderse y encontrarse hasta no saber dónde
estaba. Su espíritu aventurero levantó una pantalla de humo frente al latir de
su corazón. Hernán viajó por lugares remotos, por aire, por tierra y por mar,
escaló las cumbres más altas y se dejó caer rodando hasta los valles más
profundos, e incluso buceó a pleno pulmón hasta las fosas marinas más oscuras y
tenebrosas. En poco tiempo había visitado más de medio mundo. Por desgracia,
nunca se acordaba de escribir una triste carta a Claudia… Ni tan siquiera se
molestaba en contestar las que ella le enviaba…
Un día mientras escalaba de
rodillas el Everest por segunda vez, algo se le clavó en el corazón. Se puso la
mano sobre el pecho, y frotándoselo se dio cuenta que lo que le dolía era el
recuerdo olvidado de Claudia. Sin pensarlo dos veces, bajó rodando la montaña
como muchas otras veces ya había hecho. Cogió tanta velocidad en la caída, que
cuando se detuvo se encontraba en Polonia. Corrió a tanta velocidad hacia Valle
Ricordo, que apenas tocaba el suelo con la punta de los pies. Cuando llegó
frente a su casa, tiró el equipaje en la entrada y entro a toda prisa.
“¡Claudia!”, decía, pero Claudia no contestaba. La buscó por todas partes,
hasta debajo de las patas de las sillas. Pero Claudia se había ido… Sólo una
nota cubierta por el polvo mostraba a Hernán las últimas palabras que leería de
su querida Claudia…
“No puedo más… No puedo ni
tan siquiera ver nuestras fotos… Las enterré en el cementerio. Adiós Hernán.”
Las lágrimas de Hernán
emborronaron la nota en cuestión de segundos, y como enloquecido por el dolor,
fue corriendo al cementerio, para ver por última vez el rostro del amor.
Comenzó a cavar con las manos. Cavó en un lugar y en otro, bajo una lápida y
bajo la verja. Cavó tanto, que perdió las huellas dactilares, y cuando quiso
darse cuenta ya cavaba con los nudillos porque se había lijado los dedos hasta
hacerlos desaparecer. Siguió sin cesar, inmune al dolor de sus heridas físicas.
Ya sólo los codos y sus dientes le permitían seguir buscando entre la arena… A
la mañana siguiente, unas ancianas fueron a rezar a sus maridos al cementerio,
y se encontraron a Hernán boca arriba junto a un agujero, tullido, con los ojos
abiertos, las lágrimas cristalizadas en sus mejillas y una foto de Claudia en
el pecho.
Manuel era un muchacho
inocente y tímido. Rara vez tomaba la iniciativa para iniciar una conversación,
dar su opinión sobre algo y mucho menos manifestar sus sentimientos.
Simplemente se limitaba a mirar hacia el suelo y de vez en cuando, regalar una
mirada fugaz. Solía frecuentar la misma cafetería y su mismo café con hielo,
hasta que un día vio allí a Remedios. Desde ese día, la frecuentó con más
asiduidad, y cambió su café por una cerveza con la esperanza de que algún día,
como si de una poción mágica se tratase, le diese el valor suficiente como para
sostener sus ojos en los de ella más de dos segundos. Con el tiempo Remedios
varió su horario de visitas a la cafetería. Esto hizo enloquecer a Manuel, que
no se molestaba en moverse de la barra ni un solo segundo hasta que cerrasen al
público. Con sus esperanzas casi extintas, vio entrar a Remedios por la puerta.
Sus ojos se abrieron como platos, tanto que parecía que iban a salir disparados
hacia la joven. Ese mismo día la siguió hasta su casa, escondiéndose
torpemente tras las farolas y los árboles, subió tras ella las escaleras
en la oscuridad de los rellanos, se guiaba por su perfume de pasión y por el
sonido de sus pasos. De pronto, dejó de oír los pasos de la chica, y haciendo
un esfuerzo semejante a un sabueso pretendió guiarse sólo por el olfato, pero
todo el rellano olía a ella, al paraíso, al amor… “Así huele el amor”, se
decía. En la confusa oscuridad y en ese océano de paz aromática, sus labios se
encontraron con los de Remedios. Instantáneamente, Manuel abrió los ojos
de manera sobrehumana, aunque no le sirvió en su deseo de bañarse en los
azulados iris de su amada. El tímido beso se prolongó varios segundos, pero al
llegar al minuto de duración, comenzó a perder su timidez. Sus lenguas se
acariciaron en una cavidad sin salida, las manos de Manuel cayeron lentamente
sobre la cintura de Remedios, y tras varias caricias y abrazos, comenzó a
estorbarles la ropa…
En la oscuridad el cuerpo de
Remedios temblaba junto al de Manuel, lograron sincronizar la respiración hasta
el último gemido ahogado que exhaló Remedios. Como al principio, un tímido beso
les sirvió de despedida.
Al día siguiente, Manuel
logró colarse en el portal de Remedios y la esperó pacientemente en la
oscuridad del rellano. Remedios nunca apareció. Siguió con la misma rutina día
tras día, con la esperanza de perderse en ese abismo perfumado a una mezcla de
jazmín y lavanda, con la esperanza de hacer vibrar con su pasión las paredes
del rellano…
Ya han pasado muchos años,
pero si alguien visita Valle Ricordo y alquila una habitación en el número dos
de la Calle de la Esperanza, no se extrañe si ve sentado en las escaleras, a un
viejecito consumido por la espera interminable de un amor que se disipó con el
olor a jazmín y lavanda.